¡Papá! Quita esa mirada, no te quiero ver así. Te ves tan diferente de los demás. Los otros parecen robots sin alma, autómatas. Nunca creí que “el gusano naranja“ llevara en su interior tanta malicia, tanta pobreza, gente humilde, ricos, niños y adultos. Tanta y tanta gente.
Todos los días me vestías con mis pantalones cortos – ¿recuerdas papá? – Me acomodabas las calcetas hasta las rodillas, me ayudabas a atar las agujetas de mis zapatos de charol, cuidabas el más mínimo detalle, como el dejarme bien planchada la camisa, luego me lavabas las manos, me humedecías el pelo y después de peinarme me dabas golpecitos en la mejilla; me besabas la frente, me persignabas y nos íbamos de nuestro pequeño departamento.
En el camino me comprabas un helado que tenía que acabarme antes de hundirnos en los hoyos. Cuando salíamos aparecíamos de pronto en tu trabajo sólo para volver a hundirnos al ir a ver a mamá y así todos los días, menos los domingos que me llevabas al parque o con mi abuela. Acuérdate de aquellos días, siempre me presumías con tus amigos y compañeros de tener un hijo con el mejor de los comportamientos. Decías que yo era una copia exacta de ti, por mis ojos grandes y mi pelo intensamente negro. Les mostrabas mis dibujos con crayola y estos los guardabas en el cajón de tu buró. Algunas veces te sentabas en tu sillón para verme dibujar por las tardes, cuando ya habías terminado de trabajar. Nunca me habías regañado fuertemente, ni aún cuando me encontraste trepado en la ventana mirando los coches pasar. Aquella vez sólo te espantaste, me abrazaste y me suplicaste que no lo volviera a hacer. Yo creo que por eso procurabas no dejarme solo. Adoro esos días.
Recuerdo un día en el gusano, oímos una voz cantar. Me quisiste tapar los ojos, aunque no supe por qué. Sólo vi una señora con la mitad de la cara deforme, sin un ojo, como las calaveras de azúcar, sin un brazo y en el otro llevaba una bolsa con monedas, sudando por el esfuerzo que hacía con sus muletas. Era una canción triste que he oído en otras partes, quizá en tu trabajo o con mis tíos; pero, desde aquella vez se me ha hecho una canción triste. En otra ocasión la vimos a ella, pero esta vez un hombre alto la llevaba sujetada del pedacito de brazo que le quedaba. Iba llorando, él iba muy serio y la apretaba muy fuerte. Otra ocasión un viejito de lentes negros y bastón que iba detrás del niño mugroso me hicieron reír. Cuando se creían solos, el viejito reprendió a golpes al niño por haberse escondido una moneda en el pantalón. O bien, la vez que varios hombres ayudaron a levantar a la señora que vendía dulces cuando cayó bruscamente por no haberse sostenido, una vez vimos a una mujer acompañada de un chaparrito barrigón, una rubia de mil colores, o a aquel hombre de nariz roja que caminaba tambaleándose. Tantas y tantas cosas. Los viajes que hacíamos tú y yo no eran tan grandes; si acaso consumíamos dos o tres horas del día cuando el gusano no tenía sueño. Cuando no se quedaba dormido.
A veces el gusano salía de su hoyo y otras veces me parecía que volaba por los aires. Por las noches corría velozmente como queriendo alcanzar las estrellas. A veces se me figuraba que le tenía miedo a la lluvia. En fin, pasámos mucho tiempo ahí.
¡Papá te quiero!
Acuérdate cuándo me subías a tus hombros y nos hundíamos por debajo de las calles. Desde ahí la gente me parecían pequeños duendes. Sólo se veían las cabezas meciéndose de un lado a otro, chocando entre sí. La mayoría se veían malhumorados, algunos se abrazaban y se besaban. En ocasiones incluso hombres con hombres. Otros cargaban costales con aquel olor que me desagradaba. Me ponía nostálgico cuando recordaba aquella vez en la que una niña me miraba con ojos de envidia porque estaba contigo y ella, ella estaba sola, descalza y sucia de la cara por las lágrimas secas. Lloré el resto del camino y tú me fuiste consolando.
¡Papá! ¡No me mires así!
Ahora te veo muy lejos, estás muy alto y me siento solo o más bien, me veo solo. Ahí arriba estás entre mucha gente con tus ojos desorbitados y miradas sorprendidas. Algunos cuchicheando. No te sientas mal por haberme regañado en el último momento, entiendo tu enojo. El gusano se acercaba, había tanta gente que estábamos muy apretados. Me asome a escupir al camino y me reprendiste fuertemente. Me pegaste en la mano y me soltaste. Tuve miedo. Nunca supe quien o quienes, pero sentí un brusco empujón y después el rostro del gusano. Después el acero frío. Frío en contraste con tu calor. No derrames lágrimas, no me mires así. Te quiero y sé que me quieres. No sufras más.
Ernesto Elizalde Castillo
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